Me comentaba el otro día una conocida japonesa, Ai, en trance de aprender el francés en un envidiable año sabático en su trabajo del aeropuerto de Osaka, la sorprendente opinión de que la cocina francesa es poco variada.
Si la oyera Sarkozy, que va a pedir a
Creo que Ai ha sacado esta idea equivocada no de la cocina francesa, sino de los restaurantes franceses (o parisienses). El último ejemplo lo tuve el otro día, en
Comimos frente al balcón que da a su magnífico jardín, que se convierte en terraza cuando viene el buen tiempo. Incomparable marco.
¿Pero incomparable carta también? Pas du tout.
Menú del mediodía: 40 euros. [El de la noche, 50]. A elegir entre dos primeros platos, dos segundos y dos postres, uno de los cuales se había agotado. Milhojas de berenjena, lubina rellena y tartaleta de frutas agrias. Aparte, vino, agua y café.
Para carta de tan corto recorrido, le acompañaba un mamotreto para el vino de dimensiones no ya impresionantes, solo simplemente ridículas. Como comprar un lápiz y acompañarlo de un manual de instrucciones como la guía telefónica. “¿De qué vais?” ¿Debo deducir que lo importante es el vino; y la comida, una enojosa excusa para acompañarlo?
Menú correcto, pero con el retrogusto de comer en la cantina el rancho del día, eso sí, con un cocinero de primera división que hace cocina en molde.
A Ai le debe pasar lo mismo.
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