5 de marzo de 2008

La lección de música

La invención del relato: el tiempo humano se resume en eso.

La invención de la melodía no es humana y lo precede.
(Pascal Quignard)

Una voz que se quiebra. Una voz que muda. Naturalmente, es la voz de un muchacho. El muchacho pierde su voz aguda, que evoca el paraíso de la infancia. Esta muda, que refleja la simétrica muda de los genitales, la pubertad, y, por tanto, el despertar a la sexualidad adulta, es a su vez el eco de esa otra que tuvo lugar muy pronto, con el desarrollo del lenguaje articulado, y que supone la pérdida arquetípica, la del Objeto del Deseo del cual todos los demás no serán sino sustitutos, el abismo ya para siempre insalvable y el principio del misterio de la duración y del tiempo.

Pérdida del paraíso de la infancia, pero también de la acogedora situación de niño de coro de alguna iglesia o catedral, con cama, manutención y educación aseguradas. Arrojado a un mercado inseguro, cruel, con el solo bagaje de su educación, sus conocimientos musicales y, ciertamente, un talento inmenso espoleado por la casi insoportable nostalgia de la voz infantil. De la pérdida nace la necesidad de dominar la nueva voz, la voz de bajo representada por el sonido instrumental del bajo de viola, y conseguir de ella las inflexiones más sutiles, capaces de imitar "las más bellas alteraciones de la voz humana" y expresar así toda la variedad de los affetti, de la dulzura al desgarro, del sosiego al arrebato. Y nace también la necesidad de componer. El muchacho llegará a ser "ordinaire de la chambre du roy pour la viole" y uno de los grandes compositores franceses de la época.

El muchacho es el joven Marin Marais (1656-1728), y sus maestros serán Sainte-Colombe en el bajo de viola, y el gran Lully en composición.




Una imagen maravillosa: Después de estudiar con Sainte-Colombe, Marais le espía escondido bajo el suelo de la cabaña donde el maestro se retira a practicar, un espacio de resonancia que es una imagen de la caja de resonancia de los instrumentos de cuerda, a su vez imagen de ese otro espacio de resonancia –de la voz de la madre- que es el vientre materno.

Todo esto y mucho más es lo que nos cuenta en su primera parte esa breve joya de la reciente literatura francesa que es La lección de música (La leçon de musique, 1987) de Pascal Quignard. Una novelita que se desarrolla en tres partes, urdidas en torno a tres personajes, dos reales, el tercero de leyenda, en un estilo fragmentario, característico de su autor, que alterna las reflexiones filosóficas en torno al origen y el sentido de la música y del relato, y lo estrictamente narrativo.




El primer personaje, Marin Marais. Este músico será el personaje de otra novela de Quignard, Tous les matins du monde (1991), que inspiró la película del mismo nombre dirigida por Alain Corneau

El segundo, nada menos que Aristóteles, amante de la Tragedia, la tragodía, etimológicamente relacionada con la muda de la voz, tragízein. El tercer personaje, tomado del clásico chino del siglo XVIII de Wu Jingzi, Los mandarines, el gran músico Pu Ya, acompañado de su maestro, Chang Lien, y de un anciano constructor de instrumentos en la China del período de las Primaveras y los Otoños que fantasea que se reencarnará en un constructor de violines de Cremona (evidentemente, Antonio Stradivarius). La relación entre Marais y Sainte-Colombe encuentra su reflejo especular en la última de las lecciones que Pu Ya recibe de su maestro y que le hace encontrar la verdad de la música en la más extrema situación de desamparo, soledad y desesperación.


Quignard, como Adorno, parece conceder gran importancia a cierta dimensión regresiva presente en toda música. Ésta sería ante todo producto de la nostalgia. Nostalgia del vientre materno. Pero también nostalgia de un estado, a la vez del individuo y de la especie, en el que lenguaje y música todavía no se habrían separado, en que el ser humano no habría perdido todavía una íntima relación con la Naturaleza, la palabra no separaría de la cosa, el lenguaje no habría abierto el abismo insalvable del deseo imposible de satisfacer. La música, también, como un ritual de duelo (En Todas las mañanas del mundo Sainte-Colombe hace música para su difunta mujer; la música se hace para evocar a los muertos, para comunicarse con ellos).

Todo esto justifica la importancia de la resonancia como metáfora. Al fin y al cabo, la resonancia es la persistencia del sonido cuando su causa ha cesado, el sonido después del sonido, el sonido que persiste cuando ha perdido su cuerpo, memoria viva... El sonido es la sustancia más lábil –en esto sólo superada por la luz-. Pero ¿acaso el sonido puede morir del todo?

Por eso, paradójicamente... quizás se pueda invertir la imagen, y la nostalgia por la pérdida se pueda contemplar también, a la vez, como una aspiración utópica: Sehnsucht...

También, según Quignard, la composición musical –sobre todo la música instrumental- es un arte “frecuente y desesperadamente masculino”. ¡Qué interesante sería comparar la experiencia de Marais, por ejemplo, con la de esa maravillosa compositora veneciana, Barbara Strozzi (1619-1677)! Hija –ilegítima- de un poeta, Giulio Strozzi, que le proporcionó una educación exquisita. En la Gemäldegalerie de Dresde se puede contemplar el que casi con toda seguridad sea un retrato suyo, también con el bajo de viola. Bien es cierto que nunca perdió la privilegiada relación con su voz de la que habla Quignard: considerada “virtuosísima cantante”, consagró toda su producción musical a la voz. Con todo, no puedo dejar de pensar que la muda decisiva para entender el sentido de la música –o al menos ciertos aspectos, ciertas tendencias posibles en ella- es más la primera –la que tiene que ver con el acceso al lenguaje articulado, no menos ligada al problema del sexo, del cuerpo, del género- que la de la pubertad.

La lección de música fue editada en castellano por El Funambulista, Madrid, 2005, en la excelente traducción de Ascensión Cuesta.

J.C.L.

1 comentarios:

Anónimo dijo...

Ya he llamado a mi librero para encargarlo. Gracias, maestro.