24 de febrero de 2008

Por mis cordones

En la cordonería. París XVI.
--Bonjour. Je voudrais des cordonnes blancs.
--¿De qué talla?
Ahí estaban los cordones de todos los tamaños en un racimo a su espalda.
--De esos de ahí.
--Ya sé donde los tengo, pero usted me debe decir la medida que necesita.
--¡Uno veinte!
--No hay de uno veinte.
--¡Lo que más se acerque a uno veinte!
No siempre se pueden expresar todas las cosas que lleva uno dentro, cuando los sentimientos fluyen a borbotones y sabes que las palabras entonces no sirven. Una mirada lo dice todo. Una imagen vale más que mil palabras y ¿qué daría yo por un beso? Esa mirada valía más que una docena de programas.
Lo que pensó, no lo dijo, pero lo pensó tan alto que le entendí esto:
--¡Ni uno veinte, ni uno diez, ni Cristo que lo fundó! Que no te vendo los cordones porque no me sale de los güevos, porque no traes los deberes hechos, que las cosas no se hacen así, ¡hombre! que los españoles os creéis que todo vale, que ‘Españamañanamañana’, que no sabes ni medirte los cordones de los zapatos o de las zapatillas de mierda que debes de tener, ¡pedazo cabrón!, que no sabes ni pronunciar el francés, ¡ignorante!, que te vayas a tomar por culo, que ya me has amargado la mañana, que te den, que te folle un pez. Je t’encule. Ta gueule. Vas te faire foutre. Tu me fais chier. Connard. Fils de pute. Salaud.
--Dos euros cuarenta.
--Merci, y que te den por culo.

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