PSICOGRAFÍAS DEL DESGARRO.
Acendradamente evocadora para algunos, impía, voluptuosa e imprudentemente carnal para otros, L'Étoile de Mer ha venido siendo considerada, ya desde su filmación en 1928, como la mejor y la más lograda pieza del imaginario cinematográfico surrealista.
Comparada airosamente, incluso, y de esto saben mucho los cóncavos anaqueles de la crítica silente, con obras tan asentadas como Un Chien Andalou o Le Sang d'un Poète, Man Ray fotografía en escasos 20 minutos de maestría e innovación técnica los estertores agónicos de una relación que nace, como todas, inevitablemente muerta.
Rodada con filtros de gelatina, la estética deformante se acompaña de cortes abruptos e imágenes oníricas, huyendo siempre, ahí su trascendencia, de cualquier tipo de mesianismo visionario.
Así, la narración, la historia de un amor roto, y según parece, autobiográfico, se convierte poco a poco en mera apariencia discursiva para adentrarse, (no nos dejemos engañar, la poesía, como el cine, y es de esto de lo que hablamos hoy aquí, nunca hace recuento de bajas), en su propio bosque de símbolos, contramedidas y percepciones.
Los rostros dejan paso a las máscaras y el dolor se transforma en el dolor de cualquiera, porque cualquiera, y eso Man Ray lo descubrirá tan sólo unos días después del estreno, sabe que el amor, cuando se descompone, también huele.
M.V.
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